ENERO DE 1999
El verano del cohete
Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban
cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, el hielo adornaba los bordes de los
techos, los niños esquiaban en las laderas; las mujeres, envueltas en abrigos de
piel, caminaban torpemente por las calles heladas como grandes osos negros.
Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido,
como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un horno. El calor latió
entre las casas, los arbustos, los niños. El hielo se desprendió de los techos, se
quebró, y empezó a fundirse. Las puertas se abrieron; las ventanas se levantaron;
los niños se quitaron las ropas de lana; las mujeres se despojaron de sus disfraces
de osos; la nieve se derritió, descubriendo los viejos y verdes prados del último
verano.
El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en boca por las casas
abiertas y ventiladas. El verano del cohete. El caluroso aire desértico alteró los
dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte. Esquíes y trineos
fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía de los cielos helados, llegaba al
suelo como una lluvia cálida. El verano del cohete. La gente se asomaba a los
porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete, instalado en
su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor. El cohete, de pie en la fría
mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes.
El cohete creaba el buen tiempo, y durante unos instantes fue verano en la tierra...
FEBRERO DE 1999
YLLA
Tenían en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de
cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta
dorada que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con
puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba en
el viento cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se
erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblito marciano
nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de
metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano como
quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un canto, una voz
antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con
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vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y
arañas eléctricas.
El señor K y su mujer vivían desde hacía ya veinte años a orillas del mar
muerto, en la misma casa en que habían vivido sus antepasados, y que giraba y
seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía diez siglos.
El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi
todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.
En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en
los canales, cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado
hasta el amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las
conversaciones.
Ahora no eran felices.
Aquella mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor
de las arenas del desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir
hacia el horizonte.
Algo iba a suceder.
La señora K esperaba.
Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera
encogerse, contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.
Nada ocurría.
Cansada de esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave
brotaba de los acanalados capiteles, caía suavemente sobre ella y refrescaba el
aire abrasador. En estos días calurosos, pasear entre las columnas era como
pasear por un arroyo. Unos frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la
casa. A lo lejos oía a su marido que tocaba el libro, incesantemente, sin que los
dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y deseó en silencio que él
volviera a abrazarla y a tocarla, como a una arpa pequeña, pasando tanto tiempo
junto a ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles libros.
Pero no. Meneó la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los
párpados se le cerraron suavemente sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos
avejenta, nos hace rutinarios, pensó.
Se dejó caer en una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y
nerviosamente los ojos.
Y tuvo el sueño.
Los dedos morenos temblaron y se alzaron, crispándose en el aire.
Un momento después se incorporó, sobresaltada, en su silla. Miró vivamente a
su alrededor, como si esperara ver a alguien, y pareció decepcionada. No había
nadie entre las columnas.
El señor K apareció en una puerta triangular
- ¿Llamaste? - preguntó, irritado.
- No - dijo la señora K.
- Creí oírte gritar.
- ¿Grité? Descansaba y tuve un sueño.
- ¿Descansabas a esta hora? No es tu costumbre.
La señora K seguía sentada, inmóvil, como si el sueño, le hubiese golpeado el
rostro.
- Un sueño extraño, muy extraño - murmuró.
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- Ah.
Evidentemente, el señor K quería volver a su libro.
- Soñé con un hombre - dijo su mujer
- ¿Con un hombre?
- Un hombre alto, de un metro ochenta de estatura
- Qué absurdo. Un gigante, un gigante deforme.
- Sin embargo... - replicó la señora K buscando las palabras -. Y... ya sé que
creerás que soy una tonta, pero... ¡tenía los ojos azules!
- ¿Ojos azules? ¡Dioses! - exclamó el señor K - ¿Qué soñarás la próxima vez?
Supongo que los cabellos eran negros.
- ¿Cómo lo adivinaste? - preguntó la señora K excitada.
El señor K respondió fríamente:
- Elegí el color más inverosímil.
- ¡Pues eran negros! - exclamó su mujer -. Y la piel, ¡blanquísima! Era muy
extraño. Vestía un uniforme raro. Bajó del cielo y me habló amablemente.
- ¿Bajó del cielo? ¡Qué disparate!
- Vino en una cosa de metal que relucía a la luz del sol - recordó la señora K, y
cerró los ojos evocando la escena -. Yo miraba el cielo y algo brilló como una
moneda que se tira al aire y de pronto creció y descendió lentamente. Era un
aparato plateado, largo y extraño. Y en un costado de ese objeto de plata se abrió
una puerta y apareció el hombre alto.
- Si trabajaras un poco más no tendrías esos sueños tan tontos.
- Pues a mí me gustó - dijo la señora K reclinándose en su silla -. Nunca creí
tener tanta imaginación. ¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Un hombre
extraño, pero muy hermoso.
- Seguramente tu ideal.
- Eres antipático. No me lo imaginé deliberadamente, se me apareció mientras
dormitaba. Pero no fue un sueño, fue algo tan inesperado, tan distinto...
El hombre me miró y me dijo: «Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel
York...»
- Un nombre estúpido. No es un nombre.
- Naturalmente, es estúpido porque es un sueño - explicó la mujer suavemente -
. Además me dijo: «Este es el primer viaje por el espacio. Somos dos en mi nave;
yo y mi amigo Bart.»
- Otro nombre estúpido.
- Y luego dijo: «Venimos de una ciudad de la Tierra; así se llama nuestro
planeta.» Eso dijo, la Tierra. Y hablaba en otro idioma. Sin embargo yo lo entendía
con la mente. Telepatía, supongo.
El señor K se volvió para alejarse; pero su mujer lo detuvo, llamándolo con una
voz muy suave.
- ¿Yll? ¿Te has preguntado alguna vez... bueno, si vivirá alguien en el tercer
planeta?
- En el tercer planeta no puede haber vida - explicó pacientemente el señor K -
Nuestros hombres de ciencia han descubierto que en su atmósfera hay demasiado
oxígeno.
- Pero, ¿no sería fascinante que estuviera habitado? ¿Y que sus gentes
viajaran por el espacio en algo similar a una nave?
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- Bueno, Ylla, ya sabes que detesto los desvaríos sentimentales. Sigamos
trabajando.
Caía la tarde, y mientras se paseaba por entre las susurrantes columnas de
lluvia, la señora K se puso a cantar. Repitió la canción, una y otra vez.
- ¿Qué canción es ésa? - le preguntó su marido, interrumpiéndola, mientras se
acercaba para sentarse a la mesa de fuego.
La mujer alzó los ojos y sorprendida se llevó una mano a la boca.
- No sé.
El sol se ponía. La casa se cerraba, como una flor gigantesca. Un viento sopló
entre las columnas de cristal. En la mesa de fuego, el radiante pozo de lava
plateada se cubrió de burbujas. El viento movió el pelo rojizo de la señora K y le
murmuró suavemente en los oídos. La señora K se quedó mirando en silencio, con
ojos amarillos, húmedos y dulces a el lejano y pálido fondo del mar, como si
recordara algo.
- Drink to me with thine eyes, and I will pledge with mine (Brinda por mí con tus
ojos y yo te prometeré con los míos) - cantó lenta y suavemente, en voz baja -. Or
leave a kiss within the cup, and I'll not ask for wine. (O deja un beso en tu copa y
no pediré vino.)
Cerró los ojos y susurró moviendo muy levemente las manos. Era una canción
muy hermosa.
- Nunca oí esa canción. ¿Es tuya? - le preguntó el señor K mirándola fijamente.
- No. Sí... No sé - titubeó la mujer -. Ni siquiera comprendo las palabras. Son de
otro idioma.
- ¿Qué idioma?
La señora K dejó caer, distraídamente, unos trozos de carne en el pozo de lava.
- No lo sé.
Un momento después sacó la carne, ya cocida, y se la sirvió a su marido.
- Es una tontería que he inventado, supongo. No sé por qué.
El señor K no replicó. Observó cómo su mujer echaba unos trozos de carne en
el pozo de fuego siseante. El sol se había ido. Lenta, muy lentamente, llegó la
noche y llenó la habitación, inundando a la pareja y las columnas, como un vino
oscuro que subiera hasta el techo. Sólo la encendida lava de plata iluminaba los
rostros.
La señora K tarareó otra vez aquella canción extraña.
El señor K se incorporó bruscamente y salió irritado de la habitación.
Más tarde, solo, el señor K terminó de cenar.
Se levantó de la mesa, se desperezó, miró a su mujer y dijo bostezando:
- Tomemos los pájaros de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.
- ¿Hablas seriamente? - le preguntó su mujer -. ¿Te sientes bien?
- ¿Por qué te sorprendes?
- No vamos a ninguna parte desde hace seis meses.
- Creo que es una buena idea.
- De pronto eres muy atento.
- No digas esas cosas - replicó el señor K disgustado -. ¿Quieres ir o no?
La señora K miró el pálido desierto; las mellizas lunas blancas subían en la
noche; el agua fresca y silenciosa le corría alrededor de los pies. Se estremeció
levemente. Quería quedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta que
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ocurriera lo que había estado esperando todo el día, lo que no podía ocurrir, pero
tal vez ocurriera. La canción le rozó la mente, como un ráfaga.
- Yo...
- Te hará bien - musitó su marido. Vamos.
- Estoy cansada. Otra noche.
- Aquí tienes tu bufanda - insistió el señor K alcanzándole un frasco -. No
salimos desde hace meses.
Su mujer no lo miraba.
- Tú has ido dos veces por semana a la ciudad de Xi - afirmó.
- Negocios.
- Ah - murmuró la señora K para sí misma.
Del frasco brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus
ondas el cuello de señora K.
Los pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la
fresca y tersa arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas
verdes, se movía suavemente en el viento de la noche.
Ylla se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los
pájaros de fuego se lanzaron ardiendo, hacia el cielo oscuro. Las cintas se
estiraron, la barquilla se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron
suavemente. Las colinas azules desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas
columnas, las flores enjauladas, los libros sonoros y los susurrantes arroyuelos del
piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su marido. Oía sus órdenes mientras los
pájaros en llamas ascendían ardiendo en el viento, como diez mil chispas
calientes, como fuegos artificiales en el cielo, amarillos y rojos, que arrastraban el
pétalo de flor de la barquilla.
Ylla no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos
canales de sueño y soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha
encendida, volaban sobre ríos secos y lagos secos.
Ylla sólo miraba el cielo.
Su marido le habló.
Ylla miraba el cielo.
- ¿No me oíste?
- ¿Qué?
El señor K suspiró.
- Podías prestar atención.
- Estaba pensando.
- No sabía que fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te
interesa mucho esta noche.
- Es hermosísimo.
- Me gustaría llamar a Hulle - dijo el marido lentamente -. Quisiera preguntarle si
podemos pasar unos días, una semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo
una idea...
- ¡En las montañas Azules! - Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de
la barquilla y volviéndose rápidamente hacia él.
- Oh, es sólo una idea...
Ylla se estremeció.
- ¿Cuándo quieres ir?
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- He pensado que podríamos salir mañana por la mañana - respondió el señor
K negligentemente -. Nos levantaríamos temprano...
- ¡Pero nunca hemos salido en esta época!
- Sólo por esta vez. - El señor K sonrió. - Nos hará bien. Tendremos paz y
tranquilidad. ¿Acaso has proyectado alguna otra cosa? Iremos, ¿no es cierto?
Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:
- ¿Qué?
El grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió.
- No - dijo Ylla firmemente -. Está decidido. No iré.
El señor K la miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.
Los pájaros volaban, como diez mil teas al viento.
Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que
había sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida
entre el techo y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma que
brotaba de las paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda
la noche en ese río callado, como un bote en una corriente silenciosa. Ahora el
calor disipaba la niebla, y la bruma descendió hasta depositar a Ylla en la costa
del despertar.
Abrió los ojos.
El señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil,
durante horas y horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.
- Has soñado otra vez - dijo el señor K -. Hablabas en voz alta y me desvelaste.
Creo realmente que debes ver a un médico.
- No será nada.
- Hablaste mucho mientras dormías.
- ¿Sí? - dijo Ylla, incorporándose.
Una luz gris le bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.
- ¿Qué soñaste?
Ylla reflexionó unos instantes y luego recordó.
- La nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me
hablaba, bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.
El señor K, impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente
brotaron del cristal. El frío desapareció de la habitación.
- Luego - dijo Ylla -, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo
que yo era hermosa y... y me besó.
- ¡Ah! - exclamó su marido, dándole la espalda.
- Sólo fue un sueño - dijo Ylla, divertida.
- ¡Guárdate entonces esos estúpidos sueños de mujer!
- No seas niño - replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma
química.
Un momento después se echó a reír.
- Recuerdo algo más - confesó.
- Bueno, ¿qué es, qué es?
- Ylla, tienes muy mal carácter.
- ¡Dímelo! - exigió el señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría
y dura -. ¡No debes ocultarme nada!
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- Nunca te vi así - dijo Ylla, sorprendida e interesada a la vez -. Ese Nathaniel
York me dijo... Bueno, me dijo que me llevaría en la nave, de vuelta a su planeta.
Realmente es ridículo.
- ¡Si! ¡Ridículo! - gritó el señor K -. ¡Oh, dioses! ¡Si te hubieras oído, hablándole,
halagándolo, cantando con él toda la noche! ¡Si te hubieras oído!
- ¡Yll!
- ¿Cuándo va a venir? ¿Dónde va a descender su maldita nave?
- Yll, no alces la voz.
- ¡Qué importa la voz! ¿No soñaste - dijo el señor K inclinándose rígidamente
hacia ella y tomándola de un brazo - que la nave descendía en el valle Verde?
¡Contesta!
- Pero, si...
- Y descendía esta tarde, ¿no es cierto?
- Sí, creo que sí, pero fue sólo un sueño.
- Bueno - dijo el señor K soltándola -, por lo menos eres sincera. Oí todo lo que
dijiste mientras dormías. Mencionaste el valle y la hora.
Jadeante, dio unos pasos entre las columnas, como cegado por un rayo. Poco a
poco recuperó el aliento. Su mujer lo observaba como si se hubiera vuelto loco. Al
fin se levantó y se acercó a él.
- Yll - susurró:
- No me pasa nada.
- Estás enfermo.
- No - dijo el señor K con una sonrisa débil y forzada -. Soy un niño, nada más.
Perdóname, querida. - La acarició torpemente. - He trabajado demasiado en estos
días. Lo lamento. Voy a acostarme un rato.
- ¡Te excitaste de una manera!
- Ahora me siento bien, muy bien. - Suspiró. - Olvidemos esto. Ayer me dijeron
algo de Uel que quiero contarte. Si te parece, preparas el desayuno, te cuento lo
de Uel y olvidamos este asunto.
- No fue más que un sueño.
- Por supuesto - dijo el señor K, y la besó mecánicamente en la mejilla -. Nada
más que un sueño.
Al mediodía, las colinas resplandecían bajo el sol abrasador.
- ¿No vas al pueblo? - preguntó Ylla.
El señor K arqueó ligeramente las cejas.
- ¿Al pueblo?
- Pensé que irías hoy.
Ylla acomodó una jaula de flores en su pedestal. Las flores se agitaron abriendo
las hambrientas bocas amarillas. El señor K cerró su libro.
- No - dijo -. Hace demasiado calor, y además es tarde.
- Ah - exclamó Ylla. Terminó de acomodar las flores y fue hacia la puerta -. En
seguida vuelvo - añadió.
- Espera un momento. ¿A dónde vas?
- A casa de Pao. Me ha invitado - contestó Ylla, ya casi fuera de la habitación.
- ¿Hoy?
- Hace mucho que no la veo. No vive lejos.
- ¿En el valle Verde, no es así?
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- Sí, es sólo un paseo - respondió Ylla alejándose de prisa.
- Lo siento, lo siento mucho. - El señor K corrió detrás de su mujer, como
preocupado por un olvido. - No sé cómo he podido olvidarlo. Le dije al doctor Nlle
que viniera esta tarde.
- ¿Al doctor Nlle? - dijo Ylla volviéndose.
- Sí - respondió su marido, y tomándola de un brazo la arrastró hacia adentro.
- Pero Pao...
- Pao puede esperar. Tenemos que obsequiar al doctor Nlle.
- Un momento nada más.
- No, Ylla.
- ¿No?
El señor K sacudió la cabeza.
- No. Además la casa de Pao está muy lejos. Hay que cruzar el valle Verde, y
después el canal y descender una colina, ¿no es así? Además hará mucho,
mucho calor, y el doctor Nlle estará encantado de verte. Bueno, ¿qué dices?
Ylla no contestó. Quería escaparse, correr. Quería gritar. Pero se sentó, volvió
lentamente las manos, y se las miró inexpresivamente.
- Ylla - dijo el señor K en voz baja -. ¿Te quedarás aquí, no es cierto?
- Sí - dijo Ylla al cabo de un momento -. Me quedaré aquí.
- ¿Toda la tarde?
- Toda la tarde.
Pasaba el tiempo y el doctor Nlle no había aparecido aún. El marido de Ylla no
parecía muy sorprendido. Cuando ya caía el sol, murmuró algo, fue hacia un
armario y sacó de él un arma de aspecto siniestro, un tubo largo y amarillento que
terminaba en un gatillo y unos fuelles. Luego se puso una máscara, una máscara
de plata, inexpresiva, la máscara con que ocultaba sus sentimientos, la máscara
flexible que se ceñía de un modo tan perfecto a las delgadas mejillas, la barbilla y
la frente. Examinó el arma amenazadora que tenía en las manos. Los fuelles
zumbaban constantemente con un zumbido de insecto. El arma disparaba hordas
de chillonas abejas doradas. Doradas, horribles abejas que clavaban su aguijón
envenenado, y caían sin vida, como semillas en la arena.
- ¿A dónde vas? - preguntó Ylla.
- ¿Qué dices? - El señor K escuchaba el terrible zumbido del fuelle - El doctor
Nlle se ha retrasado y no tengo ganas de seguir esperándolo. Voy a cazar un rato.
En seguida vuelvo. Tú no saldrás, ¿no es cierto?
La máscara de plata brillaba intensamente.
- No.
- Dile al doctor Nlle que volveré pronto, que sólo he ido a cazar.
La puerta triangular se cerró. Los pasos de Yll se apagaron en la colina. Ylla
observó cómo se alejaba bajo la luz del sol y luego volvió a sus tareas. Limpió las
habitaciones con el polvo magnético y arrancó los nuevos frutos de las paredes de
cristal. Estaba trabajando, con energía y rapidez, cuando de pronto una especie
de sopor se apoderó de ella y se encontró otra vez cantando la rara y memorable
canción, con los ojos fijos en el cielo, más allá de las columnas de cristal.
Contuvo el aliento, inmóvil, esperando.
Se acercaba.
Ocurriría en cualquier momento.
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Era como esos días en que se espera en silencio la llegada de una tormenta, y
la presión de la atmósfera cambia imperceptiblemente, y el cielo se transforma en
ráfagas, sombras y vapores. Los oídos zumban, empieza uno a temblar. El cielo
se cubre de manchas y cambia de color, las nubes se oscurecen, las montañas
parecen de hierro. Las flores enjauladas emiten débiles suspiros de advertencia.
Uno siente un leve estremecimiento en los cabellos. En algún lugar de la casa el
reloj parlante dice: «Atención, atención, atención, atención...», con una voz muy
débil, como gotas que caen sobre terciopelo.
Y luego, la tormenta. Resplandores eléctricos, cascadas de agua oscura y
truenos negros, cerrándose, para siempre.
Así era ahora. Amenazaba, pero el cielo estaba claro. Se esperaban rayos, pero
no había una nube.
Ylla caminó por la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier
instante; habría un trueno, un poco de humo, y luego silencio, pasos en el
sendero, un golpe en los cristales, y ella correría a la puerta...
- Loca Ylla - dijo, burlándose de sí misma -. ¿Por qué te permites estos
desvaríos?
Y entonces ocurrió.
Calor, como si un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un
resplandor metálico en el cielo.
Ylla dio un grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par,
miró hacia las montañas. Todo había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando
se contuvo. Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su marido se
enojaría muchísimo si se iba mientras aguardaban al doctor.
Esperó en el umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de
alcanzar con la vista el valle Verde.
Qué tonta soy, pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un
pájaro, una hoja, el viento, o un pez en el canal. Siéntate. Descansa.
Se sentó.
Se oyó un disparo.
Claro, intenso, el ruido de la terrible arma de insectos.
Ylla se estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas
distantes. Un disparo. Luego un segundo disparo, preciso y frío, y lejano.
Se estremeció nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando,
como si no fuera a callarse nunca. Corrió apresuradamente por la casa y abrió otra
vez la puerta.
Ylla esperó en el jardín, muy pálida, cinco minutos.
Los ecos morían a los lejos.
Se apagaron.
Luego, lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las
habitaciones adornadas de columnas, acariciando los objetos, y se sentó a
esperar en el ya oscuro cuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a frotar
un vaso de ámbar.
Y entonces, a lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y
aguardó, inmóvil, en el centro de la habitación silenciosa. El vaso se le cayó de los
dedos y se hizo trizas contra el piso.
Los pasos titubearon ante la puerta.
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¿Hablaría? ¿Gritaría; «¡Entre, entre!»?, se preguntó
Se adelantó. Alguien subía por la rampa. Una mano hizo girar el picaporte.
Sonrió a la puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La
máscara de plata tenía un brillo opaco.
El señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos
fuelles vacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba
inútilmente de recoger los trozos del vaso.
- ¿Qué estuviste haciendo? - preguntó.
- Nada - respondió él, de espaldas, quitándose la máscara.
- Pero... el arma. Oí dos disparos.
- Estaba cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el
doctor Nlle?
- No.
- Déjame pensar. - El señor K castañeteó fastidiado los dedos. - Claro, ahora
recuerdo. No iba a venir hoy, sino mañana. Qué tonto soy.
Se sentaron a la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.
- ¿Qué te pasa? - le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la
lava unos trozos de carne.
- No sé. No tengo apetito.
- ¿Por qué?
- No sé. No sé por qué.
El viento se levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de
pronto más fría y pequeña.
- Quisiera recordar - dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá
de la figura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.
- ¿Qué quisieras recordar? - preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.
- Aquella canción - respondió Ylla -, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los
ojos y tarareó algo, pero no la canción. - La he olvidado y no se por qué. No
quisiera olvidarla. Quisiera recordarla siempre.
Movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción.
Luego se recostó en su silla.
- No puedo acordarme - dijo, y se echó a llorar.
- ¿Por qué lloras? - le preguntó su marido.
- No sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé
por qué.
Lloraba con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.
- Mañana te sentirás mejor - le dijo su marido.
Ylla no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas
que aparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del
viento y de las aguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró los ojos,
estremeciéndose.
- Sí - dijo -, mañana me sentiré mejor.
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